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Aún recuerdo con bastante nitidez las caras de algunas niñas del colegio con las que no me gustaba jugar. Eran niñas de otras clases, a las que apenas conocía, pero de las que sí había tenido que soportar alguna vez una mala cara o puede que algún insulto. Cuando se acercaban a mis amigas y a mí en el recreo para pedirnos si podían jugar, nosotras nos mirábamos con cierto recelo. El problema principal era que ellas no eran ‘de las nuestras’. No nos hacía gracia que se inmiscuyeran en nuestros asuntos. Me imagino que a ellas les pasaría lo mismo con nosotras. Al final, solíamos acabar compartiendo los metros de patio en los que estábamos y, en general, no pasaba nada. Esta actitud, una especie de afirmación de pertenencia a un grupo, tal vez no era de lo más generosa -las monjas se esforzaban por imbuirnos de caridad cristiana-, pero en el fondo lo que sí conseguía era estrechar los lazos con aquellas a las que queríamos. A veces, sin embargo, venían a jugar a nuestro territorio niñas que eran de largo reconocidas por tramposas, liantas y problemáticas que, por encima de cualquier otra cosa, tenían muy mal perder. Por ejemplo, si jugábamos al elástico y hacían algo mal -como engancharse con la suela del zapato-, se enfadaban muchísimo si les decías que estaban eliminadas. Si jugábamos a baloncesto, no soportaban que les dijeras que su enceste no valía. Cuando nos sentábamos bajo el eucalipto a jugar a figuritas, se levantaban y se marchaban nada más quedarse sin algunas de ellas. Perder era algo superior a sus fuerzas. Es que no podían. Algo las reconcomía por dentro. Y lo más gracioso es que ya lo veíamos venir. Su lema era ‘si no gano, ya no juego más’. En fin, que a esto me ha llevado reflexionar sobre la estrategia del president Puigdemont. Ya ven. Una tontería, en realidad. Pero es que en algo nos tenemos que entretener…